Hacia la Despenalización de la Crítica del Funcionario Público

Según nuestra Constitución Política “los funcionarios públicos son simples depositarios de la autoridad”. En una democracia el poder reside en el pueblo, que lo delega en sus representantes y funcionarios públicos, quienes, por ende, solamente pueden ejercer las facultades que les concede la ley. Este principio democrático implica que los funcionarios públicos estén sometidos al escrutinio de la sociedad, que tiene el derecho de supervisar y de criticar su trabajo.

Sin embargo, la crítica de los funcionarios públicos y las instituciones estatales no siempre es bien recibida, lo que explica que en muchas legislaciones existan delitos específicos que castigan severamente tales expresiones. Esas normas se han justificado argumentando que el Estado y los funcionarios públicos necesitan gozar de la confianza del público, siendo preciso protegerlos de posibles ataques a su honor. Evidentemente, la crítica ciudadana no se ejerce en términos neutros, a menudo contiene elementos subjetivos y puede incluir manifestaciones ofensivas.

Ahora bien, desde una perspectiva jurídica, la cuestión es si el honor de los funcionarios públicos debe gozar de una protección penal reforzada o no. Profundizando más, la interrogante es si el mecanismo de protección de su honor debe ser penal o civil. Al respecto, los órganos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos se han pronunciado con claridad.

En primer término, la Comisión Interamericana emitió un informe declarando que los tipos penales de “desacato” son contrarios a la Convención ADH. El desacato protege penalmente el honor de los funcionarios públicos, atacados en razón del ejercicio del cargo. Para la Comisión IDH, esto “invierte directamente el principio fundamental de un sistema democrático que hace al gobierno objeto de controles, entre ellos, el escrutinio de la ciudadanía, para prevenir o controlar el abuso de su poder coactivo”. El funcionario público no debería estar blindado ante la crítica, sino más bien, expuesto a ella.

Recientemente, la Corte IDH le asestó un golpe definitivo al derecho penal en esta materia, en su sentencia Álvarez Ramos vs. Venezuela. En su decisión, la Corte afirmó que la crítica de los funcionarios públicos, en temas de interés público, “no puede considerarse encuadrada en una conducta tipificada por la ley penal”. En esos casos “se excluye la tipicidad penal y, por ende, la posibilidad de que sea considerada como delito y objeto de penas”, quedando a salvo la “responsabilidad en otro ámbito jurídico, como el civil, o la rectificación o disculpas públicas, por ejemplo, en casos de eventuales abusos o excesos de mala fe”.

Esto obliga al Estado costarricense -y al resto de Estados sujetos a la jurisdicción interamericana- a tomar nota, en un doble sentido. Primero, para despenalizar la crítica de funcionarios públicos, ajustando nuestro derecho a los estándares interamericanos. Segundo, estableciendo un mecanismo de protección del derecho al honor en estos casos, pues todas las personas, incluyendo los funcionarios públicos, tienen derecho a proteger su honor frente a ataques injustificados. Mantener el estado actual de las cosas implica dejar desprotegidos a los funcionarios públicos, lo que tampoco es conforme a la Convención ADH.

Esta es una ocasión propicia para repensar nuestro sistema de protección del derecho al honor. ¿Conviene pasar a un régimen de responsabilidad meramente civil en todos los casos? ¿Se puede mejorar el derecho de rectificación y respuesta? ¿Deberíamos establecer mecanismos específicos de protección de la presunción de inocencia que permitan, por ejemplo, forzar una publicación cuando se produzca una sentencia absolutoria en un caso cubierto por la prensa? Del mismo modo, una reflexión integral en esta materia debería abarcar mecanismos de autoregulación, impulsando la adopción de códigos éticos en los medios de comunicación, la instauración de defensores de los lectores, o mecanismos de conciliación y de mediación. Tratándose de derechos fundamentales, esenciales en toda sociedad democrática, la reflexión seria y profunda de estas cuestiones es, más que conveniente, imperativa.

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